Previsible desobediencia civil…
En algún momento, a través de esta columna, advertíamos que el confinamiento obligatorio y el hambre acuciado por la falta de dinero y de trabajo, iban a producir serias consecuencias en el comportamiento social y, por lo tanto, era necesario ir estudiando la naturaleza de las mismas para establecer métodos adecuados de respuesta estatal. No se hizo nada, porque todo se hizo mal.
En mi niñez escuchaba a un gran cantante, Daniel Santos, entonar un famoso bolero cuya letra comenzaba con “hay que haber estado preso para saber cuánto vale la libertad”.
Todos hemos estado presos en el Perú por cuatro meses en nuestros domicilios, con toque de queda nocturno, sin trabajo y, con un integrante de la familia, saliendo a comprar alimentos, sacar dinero del Banco, cuando había; subirse al transporte público o concurrir a buscar medicinas en farmacias, en medio de aglomeraciones provocadas por el desconcierto y desesperación de la gente o por las medidas dictadas por el gobierno y la desatención de mercados mayoristas y minoristas, falta de protocolos sanitarios y colapso de hospitales.
Era previsible, decimos, que, en algún momento, el encierro con un entorno exterior de absoluto desorden y conglomerados de contagio, iba a provocar la sensación de que la medida privativa de libertad no sirvió de mucho y la dura realidad posterior de falta de dinero y de haberse quedado sin trabajo, una frustración en la gente mayor, jefes de familia o independientes, que, solo siguiendo la ruta de los boleros cantineros, iban a terminar en algún bar sollozando sus penas.
Pero el problema ya no solo era para este segmento poblacional cuya frustración no se iba a encapsular en cada individuo, sino que se proyectaría a la familia en particular y a la gente joven en general, especialmente en éstos, que de pronto veían cerrado su horizonte de futuro y cercenada su niñez o juventud durante un tiempo que ya no volvería más.
Este mercado de frustraciones de todas maneras provocaría la aparición de vendedores de alegrías pasajeras y disipación alcohólica. El gobierno no puso atención a esta amenaza, ni para prevenirla ni para disponer que las fuerzas del orden adecuaran sus métodos de intervención para evitar catástrofes sociales con una población fuera de sus casillas, pero con un gran sentimiento de culpa y con una espada de Damocles de multas y supermultas en su contra.
Fue doloroso lo ocurrido en una pseudo discoteca de Los Olivos, pero las reuniones clandestinas se están multiplicando.