¿Puede la IA crear arte?

En el cuento “El hombre bicentenario”, de Isaac Asimov, Andrew, un robot que es capaz de crear arte, y que fue caracterizado por Robin Williams en una muy conocida adaptación cinematográfica, es, incluso en su universo ficcional, un caso excepcional, pues implica la posibilidad de que las máquinas puedan sentir y transmitir emociones, no solo replicarlas o simularlas.

Desde la masificación de la Inteligencia Artificial (IA), se ha abierto el debate de si esta es capaz de crear arte. Algunos casos anecdóticos, como portadas de revistas famosas generadas con la IA o concursos de pintura ganados utilizándola, han dado relevancia a esta discusión y han hecho pensar a muchos que más temprano que tarde todos los contenidos, incluso el arte, tendrán componentes de IA. Lo que no es nada descabellado.

La expresión artística, que es una impronta emocional y circunstancial que inicia procesos de introspección y búsquedas estéticas, inevitablemente se valdrá de la IA, eso está claro; todas las herramientas que están a la mano siempre son utilizadas por los seres humanos porque nuestra naturaleza implica adecuar las prótesis que creamos (para facilitarnos la vida) a nuestra propia humanidad.

Es por eso que la humanidad del mañana no comprenderá el mundo sin la IA ni las TICs, es decir con los conocimientos de la Era Digital en la que nos encontramos. Nos pasa lo mismo, nuestro mundo moderno no funcionaría sin tener de base la tecnología de las eras que nos precedieron (palancas, poleas, ejes, electricidad, etc.).

Pero, ¿la IA es capaz de crear arte?

La respuesta obvia, como con todo lo que podría suceder, es, tal vez. Al día de hoy aún no puede. Esto se debe a que no hay proceso más íntimo e introspectivo que el artístico. Las emociones, la experiencia y la conciencia se conjugan para sumirnos en una conexión profunda con nosotros mismos, la cual algunos entienden como una especie de trance en su acepción relacionada al contacto con la divinidad, aunque no necesariamente bajo los preceptos de cualquier religión, pues muchos artistas son ateos declarados.

Es, por lo tanto, un proceso individual, sin importar que se esté trabajando en formatos que dependan de muchas personas, como el teatro, el cine, o los videojuegos; esta individualidad propia del arte, la convierte en un proceso egoísta: el artista siempre está pensando en complacerse, en hacer algo que realmente le satisfaga.
Esa característica egoísta es lo que diferencia al arte de la producción comercial, cuyo afán se enmarca en satisfacer al público que lo consumirá, por lo cual se basa en plantillas, modelos probados y estadísticas.
La producción comercial, a diferencia de la creación artística, sí puede ser abordada en gran medida por la IA de la actualidad, sin que esto signifique que el factor humano queda descartado, más bien se genera una relación simbiótica de eficiencia laboral que alimenta esta interrelación.

En el cuento El hombre bicentenario, Andrew, el robot que busca encontrar su humanidad a partir de producir arte, decide, a fin de cuentas, dejarse morir, pues se entiende a sí mismo como un ser humano y no puede serlo sin fallecer.

A pesar de tratarse de una ficción, Asimov hace una reflexión profunda sobre la humanidad y su capacidad de crear arte que, inevitablemente quita relevancia la pregunta de si la IA puede o no hacer arte, y es que, si la IA, por sí sola, consiguiera hacer arte (original), ¿seguiríamos tratando con una simple conjunción de algoritmos o habría algo de humanidad (nuestra humanidad) en esta?

No hace falta pensar en ciencia ficción para asumir que lo que vendrá será una mayor integración con la Inteligencia Artificial, tal y como ha sucedido con todas las prótesis tecnológicas que han facilitado el desarrollo de la humanidad.

¿Hacia qué nos llevará esa integración? ¿Qué tipo de humanidad será la que exista en unos años? Solo el tiempo lo dirá.

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