“Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”
Queridos hermanos, hoy celebramos la fiesta de Pentecostés. ¿Y qué es Pentecostés? Son 50 días de vivir la Pascua, de vivir la resurrección del Señor. Dice el libro de los Hechos de los Apóstoles que, al cumplirse el día de Pentecostés, la casa donde se encontraban los discípulos se llenó del Espíritu Santo.
Se escuchó un viento fuerte, como un viento huracanado, que transformó al hombre. Y aparecieron lenguas. ¿Qué lenguas? Las lenguas del Espíritu. El lenguaje que enseña el Señor es el lenguaje del amor. Ese es el idioma del Espíritu Santo.
En Jerusalén había judíos de todos los pueblos bajo el cielo, y al oír este estruendo, se congregó una multitud desconcertada. Se preguntaban: “¿Cómo es posible que todos escuchemos hablar en nuestra lengua?”. El Espíritu Santo unifica.
Pero hoy, en nuestra sociedad, no hablamos el mismo lenguaje. ¿Por qué? Porque, como en la torre de Babel, el hombre ha desterrado a Dios. Hemos quitado a Dios del centro, y por eso sufrimos. El hombre se ha enamorado de sí mismo, y se está destruyendo con odio, con violencia. Pero Dios ha bajado, ha venido a nuestro encuentro, y nos ha dado su Espíritu. Por eso es tan importante esta fiesta. Dicen: “¿No son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo es que los entendemos?” Porque cada uno los oía en su propia lengua. Y ¿cuál es esa lengua? La lengua del amor.
Tú puedes ir a Japón, Rusia o China, y sin saber el idioma, puedes entender si alguien te ama o no. El amor se transmite en el trato, es un lenguaje universal. Y ese amor habita en el hombre porque el Espíritu Santo lo pone en su corazón. Por eso la predicación del kerigma —el anuncio de la salvación— se da en nuestra lengua nativa: el amor. No sólo en los apóstoles o en los catequistas, sino en todos. Te invito a experimentar este lenguaje nuevo: Poder amar a tu mujer, a tu suegra, a tu nuera, a tus hijos. Amar tu historia, reconciliarte con ella. Ese es el Espíritu Santo.
Respondemos con el Salmo 103: “Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.” “¡Gloria al Señor para siempre, goce el Señor con sus obras!” La gran obra de Dios es su amor en medio de nosotros. Como decía San Agustín: “Ama y haz lo que quieras.” Jesucristo ha sembrado su amor en nosotros, y nos lo ha dado gratuitamente por medio del Espíritu Santo.
La segunda lectura, de la primera carta a los Corintios, dice: “Nadie puede decir ‘Jesús es el Señor’ si no es por el Espíritu Santo.” ¿Por qué? Porque el Espíritu nos revela su Nombre. Para los judíos, el Nombre de Dios era impronunciable. Pero para nosotros, ese Nombre se ha hecho carne, se ha hecho hombre, para que tú y yo podamos recibir su Espíritu. Hay muchos carismas, muchos dones. Pero todo proviene del mismo Espíritu.
Nos forma el bautismo, el catecumenado, pero el punto clave es la comunidad. La comunidad cristiana es el origen. Judíos, griegos, esclavos, libres… todos hemos sido bautizados en el mismo Espíritu. Por eso, el Espíritu crea unidad, crea comunión, forma un solo cuerpo. Todos hemos bebido de un mismo Espíritu. Ese Espíritu es Dios mismo, el Espíritu Santo.
El Evangelio, según San Juan, nos habla de los discípulos, que estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Yo he vivido esto en Jerusalén: Celebrar Pentecostés en el Cenáculo, y sentir ese miedo que aún existe —antes a los árabes, ahora a los judíos—. Pero estar allí es llegar a los orígenes de la Iglesia, a su misión. Podemos hacer muchas pastorales, sí, pero necesitamos volver al origen, como nos dijo el Concilio Vaticano II: Volver al Espíritu, volver a lo esencial, al primer amor.
Jesús se presentó y les dijo: “Paz a vosotros.” Y les mostró las manos y el costado, como garantía de que había resucitado. Y los discípulos se llenaron de alegría. Y volvió a decir:
“Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.” Y sopló sobre ellos: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.” Hermanos, qué importante es recibir este tesoro: El perdón de los pecados, ser librados de la carga que llevamos en la mochila de la vida. Eso lo da gratis el Espíritu Santo: el amor de Dios.
¡Invoquémoslo hoy! Este es el día de Pentecostés. En el Cenáculo, los apóstoles cantaban el Shemá: “Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas.”
Y tendrás vida eterna. Que este Espíritu habite en vosotros, en vuestra familia, en vuestra comunidad. Y que la bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, esté con todos vosotros. Este Espíritu es misionero, es la misión de la Iglesia. Es nuestra misión como cristianos: Anunciar el camino que lleva a ser verdaderamente cristiano.
Mons. José Luis del Palacio
Obispo E. del Callao
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