Recordando a don Mario Vargas Llosa
Mario Vargas Llosa ha sido, desde que tengo uso de razón, la prueba fehaciente de que la disciplina y la entrega al oficio de escritor pueden lograrlo todo. Creo que cualquier novelista peruano joven (y no tan joven) pudo palpar en él la realización de un sueño. Pudo ver en la sonrisa de ese hombre que valía (y vale) la pena entregar la vida por la literatura. Él tenía esa sonrisa que solo poseen los hombres realizados, que están contentos por haberlo dado todo sin desperdiciar ni un minuto.
Muchos escritores, entre los que se contaban Julio Cortázar y Lewis Carroll, creían que la literatura era una especie de genio que lo visitaba a uno y que de nada valía ponerse a escribir con un horario fijo. Solo se escribe algo de calidad cuando el mero acto de escribir se vuelve una necesidad casi fisiológica: se tiene que hacer sí o sí. Mario Vargas Llosa, en cambio, decía que él era un esclavo de la literatura (lo mismo opinaban Camilo José Cela y Charles Baudelaire) y por ello le dedicaba casi todas las horas del día, confesando que le era más fácil escribir antes del mediodía (desde las 4 a. m.) para luego dedicar la tarde a la lectura. La literatura, a mi modo de ver, es un amante escurridizo que llega y se va cuando quiere, pero algunos, como don Mario, logran domesticar a esa amante caprichosa y fugaz.
Él decía que escribía porque el mundo le parecía monótono y gris y sus lecturas lo ayudaban a huir de esa fealdad latente. La literatura también te puede ayudar a enfrentar el mundo, sobre todo, en la juventud, pero, con el tiempo, se convierte más en un refugio. Es en los últimos años que he entendido mejor la posición de don Mario: la literatura como un bastión contra la banalidad del mundo.
Hasta ahora no puedo creer que don Mario haya partido. Los escritores mucho menos experimentados y talentosos le queríamos preguntar tantas cosas... Pero él ya no está. Sin embargo, como autorretratos vivos, nos quedan sus obras, a ellas podemos hacerles todo tipo de preguntas y lo mejor es que responderán como lo haría él.
Vargas Llosa amaba al Perú, pero al mismo tiempo quería transformarlo, aunque no pudo ver del todo ese cambio. Pero si parte de ese cambio ya se ha producido es porque hombres como él fueron y son guías en el camino largo y extraño de esta vida. Él es una luz fuerte y nítida que no se apagará ni con el soplo frío de la muerte.
Le debemos tanto, don Mario. Gracias por ser la esperanza y el orgullo de millones de peruanos. La unificación del país, tal como usted la soñaba, no puede estar lejos.
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