Seguimos sepultados por la informalidad y la corrupción
Con toda seguridad, salvo el Perú, no existe nación que repudie la libertad, proclame el malestar general como regla de vida y desee fervientemente que no haya justicia ni paz social para quienes nazcan en su territorio, ni para quienes hayan adoptado su nacionalidad.
Sucede que, a lo largo de la bicentenaria historia de nuestro país, las diversas generaciones atestiguan que, lamentablemente, aquel deseo innato no se ha cumplido. En el mejor de los casos, se ha hecho realidad solamente a medias.
Los responsables de esto son los gobernantes que han gestionado muy mal nuestra nación. Algunos peor que otros. Solo unos cuantos –contados con los dedos de una mano– consiguieron algún alivio que encendió la llamita de la esperanza entre las futuras generaciones. Pero, como ha quedado demostrado con el transcurrir del tiempo, la idiotez es lo que prima entre la inmensa mayoría de los peruanos que se dedican a la política, impidiendo con ello que las escasas gestiones exitosas fueran imitadas por las siguientes generaciones.
Contrario a lo que hizo la mayor parte de países, los peruanos no persistieron con ahínco en escoger realmente a los peores para gestionar la nación. Quizá la explicación para semejante despropósito sea que, a partir de que Velasco Alvarado diera su infame golpe de Estado el tres de octubre de 1968, en el Perú se consolidó el odio de clases como fundamento de su vigencia como nación. ¡Tara que dura seis décadas! Y lo peor de todo es que no se vislumbra cambio en el ADN del peruano.
Como tal, con el correr de los años –inducido por la infame permisividad de malos gobernantes– en nuestro país se ha consolidado la “cultura de la informalidad”, dizque para “privilegiar” a los menesterosos. ¡Ahí nacen todas nuestras taras y nuestros vicios que, tras décadas, permanecen florecientes, basados en el truculento fundamento del incumplimiento de la norma como precepto vital! Principio que, de una forma estúpida, seguimos justificando con “la pobreza”. Otra necedad que, por idiotez de nuestros politicastros, se ha convertido en dogma.
Porque, amparados en ello, la ralea de gobernantes incapaces nunca quiso acabar con el delito de la informalidad. Consecuentemente, por desidia, incultura e ineptitud, terminamos multiplicando el odio social –grabado en el ADN del peruano–, llevando al pueblo a detestar el orden y la ley; ejes fundamentales para convivir en armonía, en justicia y paz social, como sucede en los países civilizados y exitosos del planeta.
En conclusión, en tanto no derrotemos la informalidad –o al menos empecemos por enfrentarla y reducirla con decisión mediante normas que fomenten lo contrario– el Perú seguirá autodestruyéndose por la senda de la ilegalidad que, a su vez, consolida el crimen y el fortalecimiento de estados corruptos que solamente llevan al desastre, como seguimos encaminados.
Seis décadas de informalidad dieron como resultado este Estado fallido que somos hoy. ¡Suficiente, amables lectores! En el 2026 votemos con el cerebro por alguien lúcido; no con el hígado por otro izquierdista especializado en vendernos más sebo de culebra.
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