“Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”
Queridos hermanos, estamos ante el Domingo XXVI del Tiempo Ordinario.
La primera Palabra es del profeta Amós, donde el Señor nos denuncia diciendo: “¡Ay de los que estáis seguros de vosotros mismos!” Es decir, de los que se apoyan en sus propias tradiciones y se olvidan de los pobres, de lo más importante.
Dice el profeta: “Se atiborran de vino, usan perfumes costosos y no se preocupan de alegrarse con sus hermanos”. Esta palabra, aunque parece antigua, es muy actual. Lo estamos viendo mundialmente. Por eso dice: “Se acabará la orgía de los disolutos”.
Respondemos con el Salmo 145: “El Señor mantiene su fidelidad para siempre”. ¿Por qué? Porque va a favor de los oprimidos, hace justicia, da pan a los hambrientos, abre los ojos de los ciegos, sustenta al huérfano y a la viuda. Hermanos, este es el Dios que estamos buscando: un Dios fiel que se pone del lado del débil y del necesitado.
La segunda Palabra, tomada del apóstol San Pablo a Timoteo, nos recuerda lo que significa ser cristiano. “Combate el buen combate de la fe” —dice Pablo—, siguiendo el ejemplo admirable de diversos testigos. Le exhorta: “Cumple todo lo que has aprendido a través de los catequistas”. La vida cristiana es una lucha constante, pero con la certeza de que Cristo nos sostiene.
El Evangelio de San Lucas nos habla claramente de nuestra relación con el dinero. Jesús dijo a los fariseos: “Había un hombre rico”. No le pone nombre. “Se vestía de púrpura y de telas finas”. Y, frente a él, había un pobre llamado Lázaro. Fijaos: al pobre sí se le da un nombre, porque tiene dignidad y misión; al rico no, porque está perdido en su egoísmo. Lázaro significa “Dios ayuda”.
Este pobre estaba echado a la puerta del rico, cubierto de llagas, deseando alimentarse de las migajas que caían de la mesa del rico.
Mientras tanto, el rico vivía en el derroche y en la indiferencia, como esta sociedad consumista que derrocha y cierra los ojos ante los necesitados. Cuenta Jesús que murió el mendigo y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. Desde el lugar de tormento, el rico levantó los ojos y vio de lejos a Abraham y a Lázaro junto a él.
Entonces gritó: “Padre Abraham, ten piedad de mí. Envía a Lázaro que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua”. Pero el rico no había aprendido a amar en vida.
El rico suplica entonces: “Manda a Lázaro que vaya a mi casa y avise a mis hermanos para que se conviertan”. Abraham le responde: “Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen”. El rico insiste: “No, padre Abraham; si un muerto va a ellos, se convertirán”.
Y Abraham concluye: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque resucite un muerto”.
Hermanos, esta es la incredulidad que tenemos dentro. Se habla de todo —dinero, bienes, derroche— pero muy poco de Dios y de su Reino. La peor injusticia del rico no fue su riqueza, sino su indiferencia.
¡Cuántos pobres hay hoy y cuánta indiferencia en nosotros! Por eso esta parábola es una llamada a la conversión, a creer en Jesucristo.
Lázaro nos quiere ayudar: por eso Jesús le da nombre, porque representa a todos los pobres con los que podemos encontrarnos y amar. Hermanos, salgamos de la existencia del derroche y del amor al dinero. No nos enamoremos de lo material. Tengamos el corazón puesto en Jesucristo, que es la verdadera vida eterna.
Que este mensaje nos mueva a revisar nuestra vida, nuestras prioridades y nuestra forma de tratar a los demás. Solo así descubriremos la alegría de servir y el poder de amar de verdad.
Que la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre todos vosotros.
Mons. José Luis del Palacio
Obispo E. del Callao
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