Siguen incendiando el país
“Hay que reconocer sus buenas obras” (refiriéndose al expresidente Fujimori) “pero pongo como ejemplo a Alemania (…) ¿No fue Hitler quien la convirtió en potencia mundial? Pero fue condenado no solo por alemanes sino por todo el mundo por los crímenes que cometió. ¿Te gustaría que a tu hija, hijo, le pase eso? ¿Porque son hijos ajenos te quedarás tranquilo, diciendo que (Fujimori) hizo bien al Perú?” Premier Aníbal Torres dixit.
El Perú se asemeja nuevamente a la condición de polvorín que tuvo en la década del 90. Traducida hoy, a una acumulación de odio y venganza producto de una enfermiza espiral de enfrentamiento político, consecuencia a su vez de que en las elecciones de 1990 un simplón japonesito, hijo de inmigrantes de Sol Naciente –arribados al Perú no hace un siglo- le ganara la presidencia a un divo de la literatura universal. A partir de ese instante el Perú se partió en dos. Los “buenos”, vale decir los seguidores de Vargas Llosa, contra los “malos”, en concreto quienes creyeron que Alberto Fujimori gestionó bien el gobierno, entre 1990-1995, pese a que antidemocráticamente cerró el Parlamento. Visto en retrospectiva, fue desafortunada aquella “justificación” a semejante yerro, por parte de un amplio sector ciudadano. Y ello probablemente se debió a que, por esas fechas, confrontábamos una vorágine de crisis. Analicemos el momento.
1) La sociedad venía siendo carcomida, tanto por una mega inflación como por una híper devaluación, que posiblemente ostente el más alto récord mundial, y cuya devorada espiral anulaba cualquier posibilidad de supervivencia del Estado; 2) sobrevivíamos inmersos en una ola terrorista que segó la vida de menos de 35 mil peruanos, además de una conmovedora estela de heridos, tanto física como mentalmente, que afectaba por igual a la población civil como a las fuerzas armadas y policiales, resquebrajando el poderío de defensa de la sociedad, inclusive con episodios de “territorios liberados” en la propia capital de la República, como el dramático ejemplo de Huaycán. Todo aquello, junto con otras tantas circunstancias, contribuiría a que la coyuntura del país llegase a amenazar la propia continuidad del sistema. Consecuentemente, en esos momentos la capacidad de raciocinio del país se redujo al sentido de supervivencia, trastocándose así cualquier proyección más allá del inmediatismo al que incita el pánico.
No obstante, aquella polarización no sólo siguió, sino que progresivamente ha venido subiendo de tono. Quizá incitada por el venenoso informe de la comisión de la verdad. En la práctica defensora de su sucedáneo, el terrorismo, al cual continúa protegiendo a través de la fiscalía, los juzgados; y, obviamente, la justicia trasnacional de la CIDH.
Hoy, la patria nuevamente está en graves momentos. La amenaza de convertirnos en la versión andina de Venezuela es una realidad. Las únicas armas contra ello estriban en el ejercicio de la democracia a través del único bastión que le queda a la sociedad: el periodismo libre. Porque, hasta ahora, el Congreso Nacional se comporta de forma vergonzosa frente a la responsabilidad histórica que le corresponde asumir.
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