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Silencio en la tormenta

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Fecha Publicación: 10/10/2025 - 21:00
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Era viernes por la mañana y el país amanecía con otro presidente. En las calles, el tráfico no cambió, los mercados abrieron, los niños fueron al colegio y las combis siguieron peleando centímetro a centímetro en la Vía Expresa. Afuera, el ruido político era ensordecedor. Adentro, en las casas y oficinas, lo que reinaba era una mezcla de resignación y costumbre: ya nadie se sorprende. El país cambia de mando como quien cambia de canal, buscando algo mejor, pero siempre viendo lo mismo.
Mientras tanto, en un edificio sobrio del centro de Lima, una voz serena repasaba cifras. Adrián Armas, del Banco Central de Reserva, anunciaba que la inflación estaba controlada y que el sol apenas se había movido. En medio del caos político, la economía —como si no escuchara los gritos del Congreso— seguía funcionando con una calma que resultaba casi extraña. El país político ardía, pero el país económico parecía caminar con los audífonos puestos.
Esa desconexión es, a la vez, un logro y una advertencia. Es cierto: hemos aprendido a blindar nuestras instituciones económicas del ruido. Hay reservas internacionales, un banco central independiente y un sistema financiero sólido. Pero también hay una sensación peligrosa: que el país puede seguir avanzando solo, sin liderazgo, sin reglas claras, sin confianza. Que basta con aguantar. Y aguantar, como sabemos, no es lo mismo que crecer.
En los mercados de barrio, los precios ya no suben tanto, pero la gente no compra igual. En las microempresas, el miedo a invertir sigue ahí, escondido entre las facturas y los recibos por honorarios. “¿Para qué agrandarme si me pueden asaltar mañana?”, dice un emprendedor con la voz cansada.
La estabilidad macroeconómica es como el aire: la necesitamos, pero no se ve. Lo que sí se ve —y se siente— es la inseguridad. Esa que hace que cerrar tarde el negocio sea un riesgo, que transportarse sea una ruleta y que crecer signifique exponerse.
No se trata solo de política, sino de sentido común. Cada gobierno que llega promete “mano dura” y termina dejando más miedo que soluciones. La inseguridad no solo se mide en delitos: se mide en la desconfianza que paraliza a los que producen. Una economía sana no se construye desde el miedo, sino desde la libertad y la responsabilidad.
Lo realmente grave es que el Perú parece haber normalizado vivir en alerta, como si la violencia fuera parte del paisaje urbano. Seguimos adaptándonos a sobrevivir, no a progresar. Hemos aprendido a vivir con sobresaltos, pero eso tiene un costo invisible. Las empresas dejan de crecer, los jóvenes dejan de soñar con estabilidad, los inversionistas dejan de arriesgar.
En el fondo, todos terminamos aceptando un país donde la inseguridad manda y el Estado apenas reacciona. Y así, mientras el Banco Central se esfuerza por mantener la inflación dentro del rango meta, la confianza —ese otro indicador que no aparece en las planillas— sigue en rojo.
El silencio de los mercados no siempre es calma: a veces es cansancio. La economía peruana no tiembla porque ha aprendido a resistir, no porque esté bien. Y resistir sin rumbo no es fortaleza, es inercia.
El reto no es solo mantener la estabilidad, sino construir un país donde abrir un negocio no sea un acto de valentía, sino una decisión normal. Tal vez algún día, cuando vuelva a cambiar el presidente —porque inevitablemente volverá a pasar—, la noticia no será cuántos puntos subió el bono soberano o cuántos ministros juraron. Tal vez ese día, la verdadera noticia será que, por fin, el país decidió dejar de vivir en la tormenta.

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