Toledo y el vicio de la corrupción
La condena a más de 20 años del expresidente Toledo, la primera y única en el mundo de un mandatario vinculado al caso Odebrecht, debe ser analizada en perspectiva histórica, si realmente pretendemos corregir el comportamiento corrupto que parece arraigado en nuestras autoridades, como si fuera algo normal.
Lo más irónico es que quien logró notoriedad al convertirse en el símbolo de la lucha contra la corrupción, tras la caída de Alberto Fujimori, hoy sea condenado por lo que juró combatir al asumir su mandato. Pero, más allá de la ironía, resulta oportuno comprender que la condena mancha todo aquello que representó Toledo en su momento: dignidad, nueva política, transparencia, crecimiento, progreso, descentralización, integración e inclusión, entre muchos conceptos que promovemos quienes creemos en la convivencia social bajo un régimen democrático.
La práctica gubernamental corrupta no nace con Fujimori, por cierto. Se sostiene a lo largo de 200 años de República, siendo su sello característico la toma del Estado por asalto, viéndolo como un botín de guerra y no como una plataforma de servicios públicos al ciudadano.
La discusión de fondo no es la condena ni el delito del expresidente. Es la huella imborrable que deja en nuestro imaginario colectivo la práctica sistemática de asaltar el Estado. Por ello, los peruanos no creemos ni en políticos ni en presidentes. Hemos triturado –literalmente– la representación política más importante del país. ¿Qué hacer en adelante? ¿Insistimos en elegir presidentes que continúen poniendo en práctica esta herencia de arrasar con el Estado? ¿O comenzamos a ensayar nuevas formas de representación política que resulten más eficientes para lograr orden social y desarrollo económico? Esa es la pregunta que debemos responder en las próximas elecciones.
La condena a Toledo y las investigaciones por corrupción que involucran a todos los presidentes que le sucedieron en los últimos 20 años nos ponen en una encrucijada. Lo que veremos en adelante será una competencia descarnada entre autoritarios y demócratas, conservadores y liberales, oligopolios que defienden sus privilegios, progresistas que buscan redistribuir con generación de riqueza o sin ella, y fuerzas delictivas que buscan liberar territorios del control estatal.
Este es el escenario que tendremos en la nueva temporada electoral que se avecina. La clave será descifrar quién cumplirá lo que promete. La herramienta más eficaz para lograrlo es utilizar el conocimiento sobre la capacidad de gobierno de los candidatos. Pero, con un imaginario social dañado por las huellas de la corrupción sistemática que hoy nos invade, será muy difícil conseguir la lucidez necesaria para obtener un voto consciente y bien informado.
En ello radica el legado de la condena al expresidente Toledo: creer que no tenemos alternativas. El reto es salir del círculo vicioso de la corrupción con presidentes que conserven principios éticos y políticos impolutos, para verlos como representantes dignos tras concluir sus gobiernos. Sería magnífico ver a nuestros futuros presidentes como un Mujica en su retiro, o un Obama vigente, siguiendo el día a día de la política en su país.
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