Un café con Platón
Hay un punto en que los autores y sus obras dejan de ser referencias con características humanas, es decir, con virtudes y defectos, para convertirse en una suerte de deidades infalibles y sus lectores habituales se transforman en fanáticos discípulos. Es así como suelen iniciarse los fundamentalismos hermenéuticos. El escritor se transforma en iluminado y sus textos son vistos como profecías inevitables. Su palabra se sacraliza al punto de convertirse en sentencias irrevocables, imperativos históricos, obligaciones que todos están forzados a seguir.
Las palabras transmutadas en leyes, cualquier mensaje en orden. Desde esa única interpretación posible comienza a regirse el mundo. Como si un tipo, cuya virtud describir con cierta lucidez algunos aspectos de la realidad, fuera la autorización absoluta para modificar a su antojo cualquier dato e información validada. De ese modo, por más que las evidencias muestren lo contrario, el partidario de la devoción en ciernes, niega cualquier dato que refute su ferviente y recalcitrante admiración. A tal punto llega la vehemencia que inicia una cacería contra quienes rebatan al ídolo elevado ya a un imaginario y peligroso Partenón. Cualquier pensamiento contrario a la devoción creciente es combatido.
En esa consagración el culto al autor y sus exégesis, la verdad es una de sus víctimas y, claro, la tolerancia. Los escritos son asumidos de manera literal e interiorizados como mantras. Cual épica fórmula, los evangelizadores, encuentran en los textos, ya sagrados, cualquier respuesta aplicable a todos los tiempos y a toda variante cultural. Dividen al mundo en creyentes y los apóstatas de su enfoque incorporado ya como modo de vida. La creencia en la palabra absoluta, sin grietas epistémicas, genera un paroxismo colectivo y apasionado. La pleitesía es compartida con goce bélico, cual cruzada global desde una epistemología del fervor indiscutible.
Piensen en cuántas de nuestras ideologías se han difundido con ese esquema que se instala imprudentemente en las personas. El delirio es asumido como una normalidad cotidiana, la euforia punitiva acuartelada cual costumbre. El autor endiosado y sus recomendaciones admitidas como un manual de comportamiento y vínculo con las cosas; sus apreciaciones tomadas como vaticinios. Cualquier oposición es violentamente atacada, una posición contraria acusada de revisionista o de incomprensión del visionario. El nigromante no puede equivocarse, repiten acérrimamente los incondicionales.
Y en ese desvarío interpretativo arrastran vidas y futuros. Los fanatismos se erigen sobre un cementerio, evocan la muerte como un tránsito tolerable; el sacrificio tan solo un gesto irrelevante para sus fines supremos.
Por eso es que requerimos estar en permanente alerta ante cualquier indicio de un nuevo mesianismo, de cualquier trastorno vendido como tabla de salvación. Si bajamos la guardia ante esos despropósitos, esas perturbaciones encarnadas, es posible que seamos damnificados de sus virulentos espejismos. Nadie es infalible y no hay textos sagrados. Podemos, es más, debemos cuestionarlos, con la imperturbable osadía de saber que es posible encontrar fallas en las argumentaciones y notar, acaso, para salvaguardar la vida, las crueles falsedades.
Por Rubén Quiroz Ávila
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