Un cambio en los noventa
Gracias, don Alberto Fujimori, por todos los años de esfuerzo que entregó a la Patria. Gracias por lograr que la muerte dejara de pisarnos los talones. Gracias por volver a poner un plato de comida en nuestras mesas. Tuve la dicha de crecer en un país donde el terrorismo ya no campeaba (y donde dejamos atrás como una pesadilla el periodo del primer gobierno del señor Alan García que nos sumió en la miseria, de lo cual se resarció en su segundo periodo) y en el que se recobró la tranquilidad y la alegría de vivir. Gracias a usted, mi padre y mis tíos volvieron a encontrar leche y azúcar en los mercados y a tener dinero que no se devaluaba en sus bolsillos, dejaron de preocuparse por la alimentación de los más pequeños en la casa.
En el verano del año 2000 fui con mi padre y mi hermana al mitin de cierre de campaña que brindó en el Paseo de la República, recuerdo un mar de gente nunca visto en el que todos bailaban con banderas y globos. Esa noche fue una fiesta, teníamos la fe puesta en que usted nos siguiera gobernando y ni soñábamos con los nefastos gobiernos de Toledo (a cuyos militantes vi destrozar uno de los estrados fujimoristas en la plaza de Armas de Huaraz ese mismo año), de Humala, del psicópata y asesino Vizcarra o del incapaz Castillo, quien defraudó a los pobres y campesinos del país.
Cuando escribí mi primera novela, fui con un ejemplar bajo el brazo al Cercado de Lima, donde su hija Keiko realizaba su mitin de cierre de campaña en el 2011, crucé como una flecha la plaza Dos de Mayo, donde Humala y sus partidarios se habían concentrado y llegué corriendo a la plaza Bolognesi. Vi que llegaba don Rafael Rey (candidato a la primera vicepresidencia en Fuerza 2011) al estrado y, como pude, me abrí paso a codazos entre la gente hasta llegar a su altura y entregarle el libro, el cual había autografiado para usted, don Alberto. Ya era de noche, don Rafael se volteó al tocarle yo el saco. Me tomó del mentón y dirigió mi rostro hacia la luz del poste más cercano, luego sonrió y me dijo que le entregaría el libro ese mismo fin de semana.
Nadie que no se domine a sí mismo debe gobernar un país y usted aprendió a hacerlo desde muy niño. Nos ha dejado un legado de disciplina férrea, de trabajo hasta el agotamiento. Pero la lección más difícil de seguir que nos deja es no odiar a quienes nos odian. Lo dijo usted en su libro: “no he querido ni quejarme ni defenderme, desde un yo resentido, amargado o vengativo”. Esta lección es extremadamente difícil, pero hay q ue asimilarla si queremos construir una nación fuerte. Gracias por todo, perdón por tan poco. Descanse en paz.
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