Una elitista, inútil sociedad
Tradicionalmente, el segmento empresarial y pensante de nuestro país siempre estuvo muy alerta —y verdaderamente preocupado— por el futuro nacional. Los gremios —conforme estos iban constituyéndose— debatían constantemente no solo respecto a la coyuntura del país, sino proyectaban sus tertulias enlazando las realidades sociales, políticas y económicas del país, contrastándolas con la temperatura colectiva y el ambiente en general: tanto de acá como entre nuestros vecinos y el primer mundo.
Claro que, con cierta regularidad, nuestro país atravesaba por interrupciones democráticas de naturaleza caudillista, lo que enfriaba el crisol para calentar el desarrollo nacional. Pero esas tertulias jamás dejaron de ser rutina indispensable y cotidiana, ayudando a formar —y a fomentar— un ambiente de interés, dirigido a colaborar en procura de soluciones. Muy pocos divagaban sobre asuntos estériles y/o inmiscuyéndose en problemas sociopolíticos de otras naciones, con realidades distintas a las de nuestro propio país.
Esas tertulias y esos debates que se llevaban a cabo entre gente no solo profesional sino amical giraban, de alguna u otra manera, alrededor del momento político y del estado socioeconómico del país; apuntando, por lo general, a una permanente búsqueda de muy amplios consensos; y en otros, a soluciones directas, primando siempre el interés nacional en todos los casos. Coherentemente, esas tertulias —siempre enfocadas en resolver los escenarios que generaban preocupación— contribuyeron decididamente a mantener el interés nacional volcado hacia la solución de nuestros grandes o pequeños problemas políticos, sociales, económicos, etc.
Tal vez el cambio de rumbo radical que impuso la transformación ideológica propulsada tras la llegada al poder de un desconocido de origen japonés —aunque profesional preparado y pensante— llamado Alberto Fujimori Fujimori, instigador del boom socioeconómico tras doce años de empobrecedor socialismo sudaca —incrustado por unos errados militares instruidos por sus pares embelesados por la revolución cubana, y perpetuados en el poder durante doce años— eliminó la frustrada mirada, particularmente de nuestras juventudes. Y, por cierto, de nuestra clase dirigente, que estuvo sometida en forma abusiva, compulsiva y cleptómana a la dictadura velasquista, pletórica de reformas y doctrinas fundamentalmente importadas de Cuba, orientadas a que nuestra economía se basara en una esquizofrénica “propiedad social”. ¡Al final del día, propiedad de nadie!
El velascato confiscó todos los sectores de la producción, empezando por la agricultura, pesca, minería, medios de prensa; hasta abarcar todo el espectro productivo. Además, surgieron infinidad de parasitarias empresas públicas que medraban a sus anchas, bregando por la estatización generalizada; obviamente todas manejadas por la burocracia socialista que acataba los ucases del velascato.
Fueron tiempos de terror y miseria. Pero la clase pensante peruana jamás dejó de reunirse —inclusive, casi clandestinamente— para mantener el ánimo, mirando adelante en procura de soluciones.
Hoy día, lo que queda de aquella estirpe pensante nacional está absolutamente abocado a criticar al presidente norteamericano Trump; a alucinar con Europa y a cuanto tema frívolo, elitista, extranjero imagine, amable lector; en lugar de propiciar acciones que neutralicen la, hasta hoy, espantosa amenaza de un probable triunfo electoral comunista. Cataclismo que, por huachafos y presumidos, nos convertirá en la Nicaragua sudaca...
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