Universidades como cancha
El Congreso no tuvo mejor idea que inventar veinte nuevas universidades, que estarán ubicadas en Amazonas, Apurímac, Arequipa, Ayacucho, Cusco, Junín, Huancavelica, Ica, Lambayeque, Lima, Moquegua, Puno, San Martín, La Libertad y Ucayali. Estas, sumadas a las 92 existentes, totalizarán 112 “altos” centros de estudio; cada uno de ellos con personería jurídica de derecho público interno, presuntamente con “solvencia académica, administrativa, económica, financiera” y, teóricamente, abocados a “la investigación científica y tecnológica, formación profesional y difusión cultural”. Si bien alguna que otra pudiera llamarse “universidad”, el resto descalifica como tales, siguiendo la experiencia que ha tenido el país a lo largo de los años; sin perjuicio de que esta ley indique que “ofrecerán las carreras profesionales que establezcan sus respectivas comisiones organizadoras.”
El funcionamiento e implementación de estas se hará con recursos directamente recaudados de donaciones, legados, fondos del canon; además de los recursos “necesarios y progresivos que deberán presupuestar el Ministerio de Economía y Finanzas, el Ministerio de Educación, los gobiernos regionales, las municipalidades provinciales y distritales de cada jurisdicción, con cargo al presupuesto para el ejercicio fiscal” (concretamente su bolsillo, amable lector), “bajo responsabilidad en caso de incumplimiento por acción u omisión”. Vale decir, como si este país fuese primermundista y boyante en recursos financieros.
Según el Observatorio UMBRAL del Consorcio de Universidades, nuestro sistema universitario presenta una calidad calificada como “heterogénea”; con reconocidos avances, aunque tenaces debilidades. Tanto así que, durante los años 2016 a 2023, SUNEDU tuvo que requerir que la totalidad de las universidades cumpla estándares mínimos en infraestructura, como en docencia calificada y gestión e investigación institucional; desembocando aquello en el cierre de más de 50 universidades, incapaces de satisfacer tales condiciones.
Repensemos. Hasta antes de la aprobación de esta ley —que crea veinte nuevas universidades como si fuesen bodegas de la esquina— nuestro nivel universitario logró mejorar ligeramente en cuanto al porcentaje de docentes con posgrado, subsistiendo grandes brechas en formación pedagógica y actualización profesional; especialmente en universidades públicas fuera de Lima. Aquel fallido intento del modelo de expansión universitaria debió hacernos pensar qué clase de profesionales egresarían de las futuras “universidades” donde, en el mejor de los casos, campea la medianía entre sus docentes. Ni qué decir de aquellos sueños de opio de establecer “centros de investigación”, con la altura de miras necesaria.
¡La expectativa de elevar el estándar educativo se garantiza, exclusivamente, con planificación, financiamiento, supervisión y una infraestructura adecuada desde el inicio, instalada dentro de locales propios! También planes curriculares modernos, acordes a las necesidades nacionales; asimismo deberá prohibirse el clientelismo político en la gestión universitaria, vigilando que las universidades permanezcan vinculadas al sector privado, para atender la empleabilidad una vez graduados los alumnos.
¡Toda nueva universidad podría democratizar este país si estuviera garantizada su calidad desde el diseño! Si no, agravará la crisis del sistema y producirá egresados mediocres, como ahora. Desafortunadamente, muchas de estas futuras universidades surgirán sin contar con estudios técnicos ni presupuestos financiados; concretamente, serán cascarones condenados al fracaso replicando aquel fallido modelo de expansión universitaria que vivimos entre 2016 y 2023.
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