Viaje en ascensor y otro comentario
Una nueva jornada empieza con el ingreso al centro laboral. Juan debería estar a las 8:30 a. m. en su puesto de trabajo. Minutos antes, activa al máximo sus pasos. Su rostro refleja tensión y cierta zozobra: el acto de “marcar la tarjeta” se hace inminente. Después de haber caminado, trotado realmente, en ritmo cimbreante eludiendo a cuanto transeúnte pretendiera detenerlo en su lucha contra el avance impertérrito de las agujas del reloj, llega jadeante a su destino, con la esperanza de que el ascensor esté a punto de partir en el primer piso. El artefacto cumple su “tarea” en los últimos pisos. A más demora, mayores improperios se cuelan sin freno en la mente de los “usuarios”, es un modo de “humanizar” y culpar al ascensor.
Los pasajeros miran expectantes el número que marca el pausado recorrido del elevador. Cuando se prende y rápidamente se apaga, los rostros se iluminan. Cuando ocurre lo contrario, las caras exteriorizan su malestar. Finalmente, el ascensor abre sus puertas. Los empellones para abordar –cosa curiosa– no suelen contrariar: lo importante es hacerse un lugar. El recorrido se inicia. Solo se escucha el ruido del mecanismo que lo acciona. En su espacio y por breve tiempo, se concentran personas con pluralidad de caracteres, de intereses, de motivaciones… unidos solamente por una finalidad: llegar a su destino cuanto antes.
En el interior del ascensor, Juan está al centro, rodeado y apretujado por “otros”. Las miradas no se cruzan, se dirigen hacia las señales que indican la llegada. “Es curioso, tan cerca pero tan lejos”, cavila Juan, mientras que dócil y resignado acepta que se apoyen sobre él. La proximidad física “forzada” invade el espacio vital al que solo se permite ingresar libremente. El silencio reinante en el elevador es un modo de proteger lo propio y singular del “otro”, en tanto que es desconocido.
Los sonidos que se escuchan son impersonales: estornudos, toses, carrasperas, permiso o perdón… lo propio se reserva y se guarda. La relación interpersonal es un don y prerrogativa. Es don porque uno revela su interioridad sin más condición que la seguridad de su aceptación y de su valoración. Es prerrogativa, porque solo desde la libertad, se elige ante quién se abre el corazón.
Lo que sucede en un ascensor se repite –con los matices adecuados al contexto– en otros medios de transporte. La mera coincidencia en un mismo lugar no garantiza el brote de una relación interpersonal. Esta surge de un expreso querer que se manifiesta en el evitar el rostro adusto, el rictus malhumorado, el porte acartonado anclado en una a priori y generalizada desconfianza en el otro. La relación con un desconocido supone un riesgo –de ahí la cautela– porque, siendo libre, su respuesta es incierta y variada. En los medios de transporte público se cuida el espacio vital y la intimidad de las presuntas e invasivas miradas causadas por la coincidencia espacial; sin embargo, en los reality shows y en las redes sociales, lo interior se hace público. ¡Curiosidades de una ciudad del siglo XXI!
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