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Alma de los 80: inconsciente colectivo

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Fecha Publicación: 22/08/2020 - 20:40
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Durante los albores del siglo XX, el psiquiatra suizo Carl Jung introdujo al entonces efervescente estudio de la psique el concepto de “inconsciente colectivo”. Bajo ese rótulo, Jung intentó clasificar a las estructuras con las que inconscientemente cargamos los individuos y que, a la vez, compartimos con miembros de una misma sociedad. En los años –ciertamente caóticos– en los que Jung terminó de confeccionar su teoría, la sombra de una Gran Guerra se cernía sobre una Europa ilustrada, pero profundamente fragmentada. Es así que los instintos y arquetipos –ambas categorías del propio Jung– empezaron a sublimarse en un miedo creciente que manifiestamente se exteriorizaba, por ejemplo, en sueños constantes y en repetidos individuos de estudio en donde el terror recorría las mentes al imaginar el Apocalipsis de aquella, la guerra que tendría que terminar con todas las guerras. Jung llegó, de hecho, a señalar que el inconsciente personal –sobre el que había trabajado Freud–reposa incluso sobre una capa más profunda: la colectiva, que abarca el alma de la humanidad.

Viene el asunto del inconsciente colectivo a colación en estos días porque hay, innegablemente, un encuentro de miedos –quizás todavía reprimidos– de dos generaciones que, en nuestro país, han sufrido hechos estructuralmente distintos, pero que se han empezado a configurar en una incertidumbre que golpea con demasiada fuerza a quienes fueron adultos jóvenes en los 80 y 90 y quienes lo somos hoy: la idea colectiva, cada vez más enraizada en aquellos que enfrentan a la vida con los ojos abiertos de que el futuro del país está condenado a una larga -el tiempo es solo humano, también apuntaría Jung– etapa de profunda crisis. Quienes hoy empiezan a ser abuelos comparten –deslizan, es un mejor término– con cada vez mayor frecuencia que la crisis sanitaria y la brutal recesión (que no ha terminado de llegar) evocan en ellos un tiempo recio de inflación, terrorismo, miedo y la anidación sólida de que no habría un futuro del cuál ser parte sin el agobio de aquellas épocas que para los más jóvenes son necesaria Historia y para quienes lo vivieron son cicatrices con las que aún viven. Quizás con más pudor del necesario para aprender de tanto dolor sufrido.

Es con quienes hoy tomamos la posta de la vida y las riendas del futuro de nuestro país con quienes los nuevos abuelos dejan entrever a través de las celosías de un inconsciente –sin duda colectivo– este miedo al mañana. Lo curioso es que esta sensación que recorre al Perú, silenciosa, –caminando de a puntitas– hace perfecto sentido en las mentes de quienes hoy empiezan, justamente, a hacer abuelos a sus padres. El miedo hoy no se transubstancia en puños en alto, en titulares con paquetazos, bombas y esa bruma de andar a la deriva de quienes deslizan ese pasado inquietante. La analogía sería un yerro histórico, una injusticia basada en nuevos privilegios y una inmoralidad esencial. Pero la analogía solo es inválida en la medida en que se busque tender entre las formas que el miedo cobro ayer con las que el miedo cobra hoy y -sin duda, pero con dolor- cobrará más fuerza mañana. Hoy sentimos la brutal incertidumbre de no saber si es que es tiempo de traer vida al mundo –y al Perú–. Hemos colocado, como hicieron nuestros padres, nuestros sueños en un estante sin destino.

Como pasó en los 80 y 90 ya –y como pasó en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial– el inconsciente del que hablo no ha pasado, aún, a ser consciente. Es así como –siguiendo el mismo camino de Jung–, nuestro destino como individuos y como nación en ciernes seguirá siendo dirigido por masas de personas guiadas por su subconsciente y a la que le llamarán destino. Hoy el Perú es el país que más muertes por millón (tomando las cifras de Sinadef) reporta en el mundo. Nuestro país es, al mismo tiempo, una de las economías –sino la primera– que más se ha contraído desde el inicio de la pandemia. No hay contención ni plan de acción a la vista y el futuro parece haber quedado hipotecado a que el gobierno logre comprar alguna de las probables vacunas que ojalá aparezcan. 9 millones de peruanos han perdido el trabajo. 150mil estudiantes universitarios han tenido que dejar sus estudios y han vuelto al inconsciente colectivo viejos miedos y antiguas añoranzas: el temor a la noche, a la violencia, a la delincuencia, al hambre y al fin de mes. También ha vuelto ha instalarse en una generación, toda, ese sueño maldito de migrar para vivir mejor.

Jung explicó que aquellos que no aprenden nada de los hechos –errores, condiciones o circunstancias– que en su vida les ha generado desagrado fuerzan a lo que el suizo llama “consciencia cósmica” a repetir estas vivencias tantas veces como sea necesario para aprender del dolor infligido. Dijo Jung “Lo que niegas, te somete; lo que aceptas te trasforma”. Es desde allí que –sin atisbo de respuesta– me pregunto qué es necesario que suceda para aceptar la situación en la que estamos –en mi opinión el empiezo de la peor crisis de nuestra República– y transformar ese miedo inconsciente en al menos una vocación consciente por actuar. Repite con indulgente necesidad el señor Vizcarra que los responsables de la debacle que viviremos juntos en un nuevo acto de esta tragedia de la que el Perú se disfraza a veces somos los ciudadanos por no acatar sus medidas. Si hay aquí un responsable es él y el cardumen de palurdos del que se ha rodeado, colocando a la ideología antes que al país y a los apetitos encuestíferos de alguna prensa putiliendre que mantiene al pueblo aturdido.

Lo que el señor Vizcarra no sabe es que el doloroso tránsito del subconsciente, al inconsciente colectivo y –finalmente– a la consciencia de la sociedad suele tener como gatillo a la mezcla que su propio gobierno ha conjurado: el dolor y el miedo. Y cuando este camino se agote, el pueblo hará –quizás sin justicia– lo que Vizcarra ha hecho con el pueblo. Tarde o temprano los corderos serán leones.