Bitácora de vuelo
Temía volar. La primera vez que abordé un avión fue a Chile, a un encuentro de poetas. En aquel entonces la única memoria que tenía del aire era una tarde, en la montaña de Tumbes, cuando nos trasladamos a comprar víveres, en época de lluvia.
La carretera había sido destruida, estábamos aislados y las únicas formas para conseguir alimento era acudiendo a algún establecimiento de la Panamericana Norte, a pie, en una jornada de 48 horas, o por aire, en helicóptero.
Fuimos en helicóptero. Después, nunca más. Hasta esa tarde que partí a Santiago, sitiado por el miedo.
¿Cómo imaginan que se siente un claustrofóbico, en una cápsula, cruzando al sur del continente? Fue terrible. Primero la tos, síntoma de los nervios; después las manos, inundándose como aquellas carreteras en invierno y, finalmente, la respiración, la asfixia. No sé en qué momento llegué al otro lado del pánico.
De repente, estaba concentrado leyendo a Leopoldo María Panero, y de pronto: “tripulación, preparar cabina para el aterrizaje”.
Los nervios en su sitio, el corazón también. “Deseamos que hayan tenido un buen vuelo, esperamos verle de nuevo a bordo”, y yo, por dentro, “gracias”, con una sonrisa que solo pueden interpretar quienes han sentido lo mismo.
Así fue hasta el 2017 cuando, eliminado de la contienda electoral, el presidente del partido me pidió que lo acompañe a capacitar candidatos. Fueron esos vuelos al interior del país los que me enseñaron a perderle el miedo a los aviones. En dos meses viajé a dieciocho regiones, le tomé gusto a esa hora y media de cara con la muerte. “Aquí no puedes hacer nada”, me decía mi compañero de viaje. Y tenía razón. Pensé que había logrado derrotar el viejo miedo. No fue así.
El 2021 tuve que enfrentarme a un vuelo de 11 horas: Lima-Madrid. Imaginarme todo ese tiempo en una cápsula, desenterró mi antigua debilidad. Medí mi presión, ingerí mi cóctel de Losartan, Amlodipino, Aspirina y, como quien prevé alguna alergia, al más puro estilo hipocondriaco, tomé dos Clorfenamina.
Sin darme cuenta hice de aquella última toma mi pasaje al sueño. Cuando desperté, estábamos aterrizando.
Ahora, ya no le tengo temor a los aviones. Todo lo contrario, disfruto volar. Me he reconciliado con mi primitiva devoción al tránsito, he vuelto a ser un nómada, un animal que ha hecho de los aeropuertos un tema recurrente en su poética: “Yo soy el que no encuentra/ su sala de abordaje, / el cuervo que pregunta/ por qué morder el cielo/ si en la noche le cantan las renuncias, / la lluvia: sus dedos que tocan/ con la habilidad de un paisajista/ que pinta con su boca/ el árbol del suicida;/ en mis manos hay un hombre/ que corre hacia las voces, / que busca como un psicópata/ la finalidad del viaje”. Disfruto esperar en los aeropuertos, me gusta saber que hay un lugar donde se cruza el mundo. “Un aeropuerto es una ciudad, / la lumbre de sus calles, / el sueño de quienes sobreviven/ al incendio de sus soledades, / es un hombre que apunta en su libreta/ a la mujer que captura los aviones. / La vida es eso: disfrutar el vuelo;/ escribo un libro para no perder el viaje”.
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