“Caricia”
“Madre, madre, tú me besas/ pero yo te beso más / y el enjambre de mis besos/ no te deja ni mirar...”, son los primeros versos de “Caricia”, el poema de Gabriela Mistral que mi padre me enseñó cuando tenía seis años. La escuela celebraría el día de la madre y yo fui el voluntario que levantó la mano para participar, declamándolo, en la verbena.
Mamá estaba feliz porque sería la primera vez que su hijo aprendería de memoria un poema, un poema dedicado a ella, un poema para entregarle mi corazón. “Si la abeja se entra al lirio, / no se siente su aletear. / Cuando escondes a tu hijito/ ni se le oye respirar...”.
Los aprendí como quien pronuncia una canción; una canción que aún me acompaña cada segundo domingo de mayo: que se mudó conmigo cuando salí de la casa paterna y que ha sido el 'soundtrack' que escucho cuando la pienso.
“Yo te miro, yo te miro/ sin cansarme de mirar, / y qué lindo niño veo/ a tus ojos asomar...”, es como si en aquellos días de angustia, bastaran estos versos para imaginarla frente a mí, diciéndome que todo está bien, que soy el hijo más fuerte del planeta, el que ella observa desde algún lugar de la galaxia, su cachorro intrépido, el estoico que formó para que no se quiebre.
La noche ha caído en Lima, este es el segundo día de la madre que sobrevivo sin ella. No hay tristeza: hay nostalgia, gratitud, hay amor; ese amor que aprendí a blindar de los reptiles que acechan en todas partes. Mamá decía que el mundo es aburrido sin problemas y que donde menos lo espere habrá quien pretenda destruir nuestra coraza de valores. Yo era un niño cuando me lo advertía. Mamá supo forjar al ser que soy. Su coraje y la disciplina de mi padre fueron fundamentales para no dejarme dominar por la reacción inmediata, por el apasionamiento que suele frustrar metas.
“El estanque copia todo/ lo que tú mirando estás;/ pero tú en las niñas tienes / a tu hijo y nada más.” Piura, La Libertad, Cajamarca, Tumbes, Lima, podían sitiarla con el tráfago del día, pero mamá solo tenía a sus hijos en sus motivaciones, nosotros fuimos su vida y eso es algo que nunca terminaremos de agradecerle.
Mamá tenía la ternura de los jardines en sus manos y la claridad del agua en sus palabras. ¿Cómo escribirle un poema? Solo el dolor más grave pudo acercarme a su dulzura; la noche cuando asumí que la muerte se acercaba le escribí lo que nunca pude durante más de cuatro décadas.
“Los ojitos que me diste/ me los tengo de gastar/ en seguirte por los valles, / por el cielo y por el mar.…”. Así vivo, honrándola en todos los caminos, buscándola en los ojos de mi compañera que, seguro, también busca en los míos, los corazones vivos de nuestras madres muertas.
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