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Derecho de reunión

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Fecha Publicación: 14/08/2022 - 22:45
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Dentro de los derechos fundamentales de la persona, nuestra carta fundamental consagra el derecho a reunirse pacíficamente sin armas; las reuniones en locales privados o abiertos al público no requieren aviso previo; las que se convocan en plazas y vías públicas exigen anuncio anticipado a la autoridad, la que puede prohibirlas solamente por motivos probados de seguridad o sanidad públicas. Este derecho constituye una de las libertades públicas de las personas, pero implica algo más que ello, dado que se trata -también- de un mecanismo para la acción política directa al servicio de fines que rebasa el puro contenido del derecho.

Revisando la historia, podemos encontrar a este derecho vinculado a la libertad de expresión y el derecho de asociación, muchos tratadistas lo ubican en medio de dichos derechos; la reunión es un mecanismo directo de acción social y política, razón por la cual siempre ha producido desconfianza y restricción por parte del poder político; hasta en las democracias más avanzadas se tiende a reservar facultades policiales y caminos intrincados para recortar el ejercicio de este derecho a través de rigurosos requisitos de pre aviso, de la exigencia de condiciones peculiares en los puntos de reunión y otros dispositivos de limitación. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) no consagra la libertad de reunión, este derecho -sin embargo- es recogido por la primera Constitución francesa (1791); en Estados Unidos, forma parte de la primera enmienda (propuesta en 1789 y promulgada en 1815); a lo largo del siglo XIX los regímenes eran temerosos del gran poder de la acción colectiva, no solo en el ámbito político, sino también en el entorno socioeconómico, donde se le consideraba como una amenaza al poder empresarial y a la economía de mercado; recién a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX se reconoce a esta libertad y se da inicio a la consagración legal y constitucional, otorgando ciertas atribuciones a los partidos políticos y a los sindicatos, buscando de esta manera la participación de los individuos -a través del grupo- en las decisiones que les afectan.

La doctrina concuerda al definir al derecho de reunión como la concurrencia concertada y temporal de personas con una finalidad determinada; además lo considera como una libertad individual pero con proyección social que requiere para su ejercicio la concurrencia de otras libertades individuales; la naturaleza jurídica de derecho individual atañe a sus titulares, pero su ejercicio es colectivo, quedando respaldado de esta manera como una vía o canal de expresión de un principio democrático participativo; dentro de sus elementos se pueden mencionar: el subjetivo viene a ser la agrupación de personas, el temporal su duración transitoria, el objetivo o real se refiere al lugar de celebración, y el finalístico referido a la consecución de un fin lícito. Observamos en el propio texto constitucional que no se trata de un derecho absoluto o ilimitado, estableciéndose algunos límites, entre ellos, el que la reunión sea pacífica y sin armas, en el caso de las reuniones convocadas en plazas y vías públicas se exige un anuncio previo, dejando a criterio de la autoridad la prohibición -si y solo si- por motivos probados de seguridad o sanidad públicas; con este deber de comunicación se busca que la autoridad pertinente pueda adoptar las medidas necesarias para posibilitar tanto el ejercicio en libertad del derecho de los manifestantes como la protección de derechos y bienes de titularidad de terceros; es decir, el derecho de reunión puede ser objeto de medidas restrictivas siempre que sean necesarias en una sociedad democrática para la protección de los derechos y libertades de los demás.

En conclusión, el derecho de reunión cuenta con una naturaleza intrínseca dual: titularidad del individuo, pero de ejercicio colectivo; por otro lado, una extrínseca dualidad en sus formas de expresión: en ámbitos privados y espacios públicos. El sistema democrático ha erigido a este derecho como un mecanismo de expresión y participación ciudadana y como un valor fundamental sujeto a posibles límites en su ejercicio.

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