Graña: Cuando el poder pudre
Durante largas décadas, el nombre de la constructora Graña y Montero —GyM— evocó la solidez del concreto y la seriedad de la ingeniería peruana. Era sinónimo de grandes obras, de puentes que unían barrios y regiones, y de la vocación de convertir la arquitectura en la más noble forma de belleza útil para todos. GyM Perú construyó buena parte de Lima y del Perú, ladrillo a ladrillo. Obras que aún siguen en pie como el Puente Villena o el hoy Hospital Rebagliati (ex del Empleado).
Hoy, esa antigua empresa —rebautizada AENZA en un intento de limpiar una mancha— ha comunicado a la Superintendencia del Mercado de Valores (SMV) que denunciará a sus antiguos socios y directivos responsables de los delitos de corrupción que la arrastraron al abismo y la vergüenza. Entre ellos figura José Graña Miró Quesada, el mayor cómplice de Odebrecht en el Perú.
José Graña es descendiente de familias ilustres y símbolo de lo que alguna vez fue una tradición de trabajo, integridad y modernidad. Su caso duele porque no es solo la historia de un empresario caído, sino la parábola de un país que ve cómo los apellidos más respetados se ensucian por acumular más y más dinero, como sea.
El Perú ha visto nacer y morir imperios empresariales, pero pocos derrumbes han sido tan simbólicos como el de GyM. ¿Cómo puede alguien que lo tuvo todo —talento como arquitecto, nombre, fortuna, una buena educación, prestigio, una familia a la que enorgullecer— manchar su legado? La respuesta puede estar en la soberbia; esa enfermedad silenciosa del poder que hace creer a algunos que las reglas no los alcanzan, que su apellido los blinda, que el país es apenas un tablero donde se juega a comprar voluntades, una chacra ajena de donde sacar frutos sin pedir permiso.
José Graña no necesitaba corromperse. Siendo un empresario reconocido internacionalmente, eligió un camino que lo encogió a lo más ínfimo que puede ser una persona: un traidor a su propio nombre y patria. Quien roba al Estado, le roba a todos, y el que traiciona el honor de su familia, roba también a sus muertos, a sus hijos, nietos, a la historia que lo precede.
AENZA hoy busca repararse, limpiar su casa denunciando a quienes la hundieron. Y es que ninguna empresa puede volver a levantarse si sus pilares se apoyan en la mugre del fango. Para renacer limpios, hay que reconocer la grieta moral y mostrarla. Y es moral, no solo legal, la grieta que hundió a Graña.
La corrupción, antes o después, hace colapsar y desaparecer a empresas que fueron instituciones nacionales y borra de la historia apellidos que fueron importantes para la historia y la cultura de los países. Y cuando eso ocurre, no hay historia ni excusas que frenen el desprecio social.
Lo que fue orgullo nacional se convierte en símbolo de vergüenza. Y lo más triste es que todo este colapso fue producto de la codicia, de un impulso oscuro que lleva a algunos a creer que sus malas acciones no tendrán consecuencias.
El Perú seguirá adelante, como lo hace siempre después del escándalo. Pero el apellido Graña, que alguna vez fue sinónimo, quedará para sus herederos como advertencia. Si tan solo este hombre pidiera perdón públicamente...
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