Jane Goodall: mujer eterna
En los años más oscuros del siglo XX, cuando Londres temblaba bajo las bombas nazis, una niña imaginaba selvas y animales en las grietas de algún refugio antiaéreo. Jane Goodall se distraía con los libros de Tarzán que su madre compraba con las escasas monedas del día. “Se casó con la Jane equivocada”, decía después entre risas, porque en sus sueños Tarzán la esperaba a ella, pero en verdad fue la selva quien la llamó, porque años más tarde cruzó mares sin dinero ni títulos, solo con un sueño y el apoyo inquebrantable de su madre, su primera asistente, para encontrarse con los chimpancés de Gombe, en Tanzania. Allí los observó con paciencia infinita: buscaba su mirada, les puso nombres y no números, anotaba lo que hacían asombrada, con ternura, se quedaba quieta y ellos iban acercándose. Había estudiado secretariado y, por una amiga, consiguió un trabajo con el antropólogo Leakey, quien la convirtió, antes de que obtuviera un título, en la etóloga que requería para sus investigaciones sobre primates. Y bajo la atenta compañía de su madre comprendió que la maternidad era fuerza esencial: “La importancia de una buena madre es fundamental hasta para un chimpancé. Una buena madre cría a un chimpancé que lidera”, me dijo en una de las entrevistas que tuve la suerte de hacerle.
Entre los árboles de Gombe vio abrazos y reconciliaciones, vio madres amamantando y clanes en guerra. Y presenció el momento decisivo: David Greybeard arrancó hojas a una ramita para pescar termitas, revelando que los chimpancés usaban herramientas. Ese gesto cambió para siempre la visión de la humanidad sobre sí misma. La comunidad científica, reticente al inicio, tuvo que rendirse. Jane había demostrado que no éramos tan distintos.
En una entrevista en 2012 me dijo: “Los chimpancés se abrazan, se besan, se enfadan y se reconcilian. A diferencia de nosotros, no destruyen el ambiente que los alberga”. Para ella, el ser humano tenía la ventaja de la palabra, pero la sociedad materialista había separado el cerebro del corazón. La guerra, la pobreza en la que creció, la falta de un título universitario, ni ser mujer y ser luego madre con un niño creciendo en plena selva, fueron obstáculo para perseguir su sueño y revolucionar la ciencia.
Su confianza en la juventud era absoluta. Creía que los niños son motor de cambio porque poseen energía, creatividad y compasión. Por eso insistía en que reciban afecto y aprendan a maravillarse con la naturaleza. “El mejor servicio que brinda un bosque es despertar la imaginación”, repetía.
A los grandes empresarios los veía como aliados potenciales. No los señalaba, los invitaba a cambiar de piel: proteger al débil, restaurar lo dañado, sembrar futuro. Tenía la visión de una mujer que supo conmover a miles sin levantar la voz, despertando conciencia en salas de directorios tanto como en escuelas rurales.
Jane murió a los 91 años dejando un bosque de mensajes y bondad. No se ha ido: vive en cada chimpancé protegido, en cada niño que planta un árbol, en cada empresa que elige hacer lo correcto aunque gane un poco menos.
Jane Goodall cambió la ciencia y la conciencia. Lo hizo con la ternura de una madre, la fe de una niña y la esperanza de quien, incluso bajo las bombas, soñó con salvar el bosque… y lo logró.
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