A José Miguel Castro lo “suicidaron”
El 29 de junio de 2025, José Miguel Castro, “Budián”, un testigo fundamental en el megacaso de corrupción Lava Jato, apareció muerto en su baño. Dos cuchillos, una toalla y un corte quirúrgico en el cuello. Según la Policía fue suicidio, pero un documento forense al que tuvo acceso Perú21 sugiere que habría sido homicidio. ¿Por qué se contradicen tan groseramente dos informes oficiales? La muerte de Castro es una tragedia para sus familiares y amigos, y un golpe bajo a un caso que habría marcado un antes y un después en la lucha contra la corrupción que carcome al Perú. ¿Silenciar a Castro es, también, enmudecer la verdad?
El sector caviar que, casualmente, es cercano a Odebrecht repite “suicidio” porque no es un análisis sino una burda estrategia de contención sobre un caso que puede destapar redes más amplias que incluyen: empresarios, políticos, financistas, incluso jueces o fiscales y quizás a ellos mismos, cacareantes de “Odebrecht es una empresa rehabilitada”. Los caviares son los que han activado un mecanismo de defensa: cerrar el caso del asesinato de uno de los suyos lo antes posible, para que no les salpique. Gritar “suicidio” evita una investigación que implicaría revisar llamadas, e-mails, conexiones políticas y amicales; ¿con ellos? La sola idea de esto parece incomodarles. Por eso no cuestionan, no dudan: la narrativa del suicidio los protege.
Gritar “suicidio” ayuda, también, a las empresas corruptas y a la exalcaldesa Susana Villarán, una de las fundadoras de IDL, la ONG que lidera y arropa a las principales voces del caviaraje. ¿Por qué? Porque desacredita al testigo muerto. Un “suicida” es percibido como emocionalmente inestable, débil, poco confiable.
La Policía ha querido un caso cerrado, así de fácil, así de sospechoso y de estúpido: afirma que tras semejante corte, el pobre Castro intentó detener la hemorragia con una toalla. ¿Para qué? ¿Limpiar el piso, cuando ya la sangre no llegaba al cerebro y estaba muerto, o casi?
Todos parecen olvidar que los muertos no mienten, y sus cuerpos hablan; la necropsia reveló una herida de 27 centímetros, de lado a lado del cuello, con cuatro centímetros y medio de profundidad. Un corte sin temblores ni vacilaciones, una línea limpia que atravesó músculos, tráquea, arterias; algo que ningún hombre podría hacer contra sí mismo y menos sin dejar alguna marca de temblor o duda final.
Castro era el testigo clave del caso de corrupción más importante del país: sabía cuánto dinero entregó Odebrecht y a quiénes, por qué y para qué.
Era la conexión directa entre las constructoras brasileñas y Susana Villarán. Sin su testimonio el caso se cojea, con su muerte puede caerse.
No se puede confiar en informes que presentan una diferencia de 13 centímetros en la herida mortal. Urge contratar un perito internacional, alguien como el doctor Michael Baden, exjefe de Medicina Forense de Nueva York que trabajó en casos como el de Epstein o George Floyd.
Si el Estado no quiere saber quién mató a Castro, el país sí.
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