La justicia, una aspiración inalcanzable
La región latinoamericana tiene una característica común respecto a los países que la integran, sobre un tema de gran envergadura que, como problema aún no ha sido resuelto; por el contrario, tiende a agudizarse. Me refiero a la administración de justicia, escenario en el cual se experimenta un proceso de involución democrática, en el entendido de que, en la mayoría de los estados, la justicia como fin superlativo del derecho se ha convertido en una aspiración inalcanzable.
Esta anomalía, que ubica a la ciudadanía en una situación de indefensión sistemática, no parece preocupar a la sociedad política y, probablemente, les sea conveniente a sus intereses, máxime si, en las instancias de poder político, se dan muestras claras de mantener las cosas como están, porque de esta manera se sientan las condiciones para lograr que el órgano judicial esté absolutamente subordinado a las instancias de poder político o económico.
Sin embargo, a pesar de la complejidad del problema y de las causas que originan su subsistencia, es importante que las nuevas generaciones afronten con coraje y valentía la realidad vigente y asuman el desafío de superar este dilema, sin desahuciar nada, actuando con vocación patriótica y convicción democrática. La tarea de restituir el sistema judicial a través de magistrados probos, honestos, con vocación de justicia y ética profesional es un imperativo categórico.
En ese sentido, debe tomarse en cuenta que los principales actores en la operación del sistema de justicia son los juzgadores. Al respecto, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha establecido que un acceso adecuado a la justicia no se circunscribe solo a la existencia formal de recursos judiciales, sino también a que estos sean idóneos para castigar, sancionar y reparar las violaciones de derechos que fueren denunciadas.
La función del juez en una sociedad ha evolucionado junto al avance del sistema político democrático, generando nuevos contenidos, lo que evidencia un avance cualitativo en cuanto al concepto de administrar justicia se refiere. Sin embargo, paralelamente, se configuró un escenario en el cual el prevaricato, la corrupción institucionalizada, los consorcios de jueces, fiscales y abogados, bajo el pacto de respaldo mutuo y ganancia económica conjunta, es lo que acontece en nuestra realidad y genera frustración masiva de la ciudadanía.
Es menester recordar que, en el modelo clásico ideado por Locke y Montesquieu, el juez no era más que “la boca de la ley”, donde el legislador tenía un papel relevante, porque encarnaba la racionalidad del sistema, concentrando en sí mismo el poder. Así se configura el Estado de Derecho, que fue adquiriendo un mero aspecto formal, ya que los legisladores representaban los intereses socioeconómicos, sin que ello respondiera a los valores y principios enarbolados en la Constitución Política del Estado.
En ese sentido, el denominado juez “boca de la ley”, al momento de resolver un caso concreto, solo debía realizar el silogismo de la subsunción, que es la operación lógica que consiste en determinar que un hecho jurídico reproduce la hipótesis contenida en una norma formal. Por consiguiente, hablamos de un proceso de aplicación de la ley, en el cual se analiza si ciertas circunstancias fácticas cumplen o no las previsiones jurídicas.
A estas alturas, cuando millones de personas en la región latinoamericana, desde México, pasando por Centroamérica hasta Argentina, incluido el Perú, obviamente, sienten que el sistema de justicia vigente en su país es un fiel contribuyente a la violación sistemática de los derechos humanos, es el momento en que se debe reflexionar, en sentido autocrítico, sobre la importancia de promover un cambio cualitativo en los órganos de poder y, especialmente, en el ámbito de la magistratura y la fiscalía. Aún hay tiempo para promover un verdadero proceso de cambio en estas instancias, por el bien de las nuevas generaciones y para que la justicia deje de ser una quimera.
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