Los herederos de Hipócrates
“Baja en el Cayetano”, grita el cobrador del bus que me lleva a Lima Norte. Observo el puente y los transeúntes de la calle Honorio Delgado, me detengo en sus rostros: en la tristeza de sus ojos, en sus pasos ligeros, en sus expresiones de esperanza. Caminan ágiles como quien tiene claro que no hay opción para llegar tarde y me veo caminando como ellos, hasta hace una semana, con la tristeza en los ojos y la ansiedad en cada paso, cruzando ese mismo puente, sorteando el tráfico, pidiéndole a los agentes de seguridad que me permitan el ingreso, me observo dirigiéndome a la unidad de cuidados intensivos, llegando a la cama 32 para tomar la mano de mi hermano que duerme conectado a un respirador artificial, me veo orando como cuando asistía a la capilla de mi estaca.
Así se pasan los minutos hasta que un médico me pregunta cuál es mi parentesco con su paciente. “Es mi hermano”, respondo, y me invita a su consultorio para entregarme su informe. Mi hermano ya está en casa, le dieron de alta hace cuatro días. El bus avanza. Y yo me quedo pensando en la paciencia de aquellos médicos leales a Hipócrates y Galeno, devotos de una profesión a la que asumieron para salvar vidas.
Un mes y medio asistiendo al hospital me permitió entender el valor de sostener la vocación, el sentido común de sus acciones y esa frialdad para no darle importancia a la muerte. A ellos y a ellas, celebro en esta columna. Aunque hoy sea 6 de octubre, va mi abrazo escrito con el rigor del 5, con la emoción del 5, con la gratitud de un 5 que reconoce que por esa vocación mi hermano ha ganado su primera pelea. “Bajo en Palmeras”, le digo al cobrador. Los ángeles visten túnicas blancas: las doctoras y los doctores también.