Páginas de Chocano
Tenía ocho años cuando mi padre me enseñó a declamar “Blasón”, el famoso soneto de José Santos Chocano. Desde entonces no he dejado de leerlo. Su destreza con los endecasílabos y alejandrinos cautivó mi fijación por el verso clásico, a ello agregar su épica en la forma y el mensaje.
“Páginas de oro”, fue determinante en mi formación: leer a un adolescente de 12 o 14 años escribiendo con esa singular maestría fue motivador; dimensionar su creatividad que se desplazaba de la lírica al dibujo, en retratos admirables, fue aceptar un reto o apretar la mano de un jovencito que me decía que si lo intentaba yo también podía hacerlo, o por lo menos acercarme. Eso hice. Los años que viví en el bosque seco tropical fueron el aula donde ejercité mi palabra teniendo como sombra tutelar la poesía de José Santos Chocano.
Recuerdo que mi padre llegaba a casa y en lugar de saludarme con un “hola” o con un abrazo, me decía: “¡Los caballos eran fuertes!/ ¡Los caballos eran ágiles!/ Sus pescuezos eran finos y sus ancas/ Relucientes y sus cascos musicales”, a lo que yo le respondía: “¡Los caballos eran fuertes!/ ¡Los caballos eran ágiles!/ ¡No! No han sido los guerreros solamente,/ De corazas y penachos y tizonas y estandartes,/ Los que hicieron la conquista/ De las selvas y los Andes”, era un contrapunteo verbal que afirmó una vocación por la que todavía estoy dispuesto a dar la vida. Chocano nunca lo sabrá, pero el poeta me acompaña en todas mis empresas. Una tarde de mayo del 2001, reunidos con el presidente Alan García, en el local de campaña de la avenida Salaverry, el presidente hizo un alto al diálogo político y me preguntó qué poeta leía, además de Darío. “Chocano”, le dije. García colocó su mano izquierda en la cintura, con esa actitud de los Césares, y mientras levantaba la derecha, pronunció: “Indio que asomas a la puerta/ De esa tu rústica mansión/ ¿para mi sed no tienes agua?/ ¿para mi frío, cobertor?/ ¿parco maíz para mi hambre?/ ¿para mi sueño, mal rincón?/ ¿breve quietud para mi andanza?/ ¡Quién sabe, señor!”, de pronto me señaló con un ademán para que siga: “Indio que labras con fatiga/ Tierras que de otro dueño son:/ ¿ignoras tú que deben tuyas/ Ser, por tu sangre y tu sudor?/ ¿Ignoras tú que audaz codicia,/ siglos atrás, te las quitó/ ¿Ignoras tú que eres el amo?/ ¡Quién sabe, señor!”; continúe, a lo que García prosiguió hasta culminar con el poema.
Su memoria era impresionante. Años después me concentré en labores editoriales por las que puse una pausa al verso clásico; hasta hace tres años, cuando en una librería de viejo, encontré en dos tomos, la obra poética completa del cantor autóctono y salvaje. Gracias a Chocano retorné a mi romance con los endecasílabos y alejandrinos y, gracias a ellos, escribí “Spleen”, el libro de 50 sonetos que lloré para mi madre. Por eso, a la pregunta de quién es para mí el poeta peruano más importante, mi respuesta siempre será: el autor de “La epopeya del Morro”, “Alma América” y “Oro de indias”.
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