Perú: 204 años y el sentido constitucional de la República
El aniversario número 204 de la independencia del Perú nos coloca, una vez más, ante una interrogante que trasciende la retórica ceremonial: ¿qué hemos hecho con nuestra república y con nuestra promesa constitucional de construir un Estado democrático, social, soberano, libre, independiente y justo?
La independencia proclamada el 28 de julio de 1821 no fue un fin en sí mismo, sino el punto de partida para una transformación política, jurídica y moral. Como toda gesta fundacional, implicó una ruptura con el orden virreinal y una aspiración hacia un nuevo pacto civilizatorio.
Sin embargo, el problema fundamental que ha recorrido transversalmente nuestra historia republicana ha sido el tránsito incompleto entre la independencia formal y la ciudadanía sustantiva; entre la república como forma jurídica del poder y la república como ética de la convivencia.
Desde la filosofía política, la república —en su sentido clásico— es más que una estructura de gobierno: es una forma de vida común basada en la primacía de la ley, la deliberación pública y el bien común. Como enseñaron Cicerón, Rousseau y Kant, ser ciudadano no es simplemente pertenecer a un territorio, sino participar racional y responsablemente en la construcción del orden colectivo. En otras palabras, la república exige virtud cívica, responsabilidad moral y participación consciente.
Desde la dimensión jurídica, la República del Perú se constituyó —como tantas otras en América Latina— mediante el acto solemne de una Constitución. Nuestra primera Carta Magna, de 1823, fue un esfuerzo por codificar los principios de libertad, igualdad y representación. No obstante, el devenir constitucional peruano ha estado marcado por la inestabilidad, la discontinuidad normativa y la tensión constante entre el poder y el derecho. Basta recordar que hemos tenido doce constituciones desde 1823, lo que evidencia que, más allá de los textos, ha faltado una verdadera cultura constitucional.
El artículo 1 de nuestra Constitución declara que “la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”. Esta afirmación, de inspiración kantiana, coloca al ser humano —no al Estado ni al mercado— como eje normativo de la república. Pero una lectura crítica revela la distancia entre el mandato constitucional y la realidad concreta: la dignidad humana no se respeta cuando persisten brechas estructurales de pobreza, exclusión, inseguridad, corrupción e informalidad institucional.
Desde la perspectiva política, la república requiere legitimidad democrática, entendida no solo como el resultado de elecciones periódicas, sino como la construcción de confianza pública, transparencia y eficacia en la gestión del poder. La crisis de representación que atraviesa el país, la debilidad de los partidos políticos y el descrédito generalizado de las instituciones configuran un escenario que socava las bases del régimen republicano. Sin virtud pública, la república degenera en demagogia o en autoritarismo.
Entonces, ¿qué significa realmente conmemorar el bicentésimo cuarto aniversario patrio? No se trata de reiterar un relato fundacional congelado en el tiempo, sino de reactivar el proyecto de nación. Es decir, asumir que la república no es un legado que se recibe, sino una obra que se construye día a día, con leyes justas, instituciones sólidas y ciudadanos comprometidos.
Como escribió Jorge Basadre, el Perú es más que un país: es una posibilidad histórica. Y esa posibilidad debe actualizarse en cada generación, enfrentando los desafíos de su tiempo. Hoy, esos desafíos son múltiples y complejos: el fortalecimiento del Estado constitucional de derecho, la consolidación del proceso democrático, la educación cívica de la población, la erradicación de la corrupción, la garantía de los derechos fundamentales y el cierre de las brechas sociales.
Todo ello exige una nueva pedagogía republicana, donde el derecho no sea solo norma, sino también conciencia; y donde la Constitución no sea solo texto, sino también proyecto ético y horizonte compartido.
En suma, a 204 años de independencia, más que celebraciones, el Perú requiere convicciones. Más que rituales, necesita reformas estructurales. Y más que discursos, necesita acción cívica. No hay república posible sin ciudadanos republicanos, y no hay Constitución que valga sin una comunidad política que la sostenga, la respete y la haga suya.
La verdadera conmemoración patriótica es, pues, el compromiso sostenido con la democracia, la justicia y la dignidad humana.
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