ÚLTIMA HORA
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Stuart Flores

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No hay nada tan maravilloso como encontrar un par de zapatos que te calcen a la perfección, que sean de tu medida. De pronto te ves un poco más alto o guapo, y hasta disfrutas del olvidado acto de caminar. En literatura, encontrar tu género es lo mismo.

Sale uno del periodismo y se mete en poesía como quien va del burdel a la misa. Lo de Daniel Bedoya (periodista él) es ir de la noticia al verso, desnudarse de actualidad y oficiar de poeta. Producto de esta transmutación, entregó en 2017 un solemne conjunto de poemas, con lo cual puede decirse que aprovechó en demasía sus horas de liturgia y silencio.

¿Qué hace un poeta durante seis años de silencio literario? En general, uno con su silencio hace lo que quiere, y lo que quiere uno, a veces, es tener hijos, un trabajo estable, comprarse un auto, dejar de escribir. También puede optar por seguir juntando letras e ir macerando imágenes hasta conseguir un buen libro. Ejemplo de esto es No siga ese pájaro, de Martín Zúñiga.

A mí las novelas sobre personajes históricos, o que han merecido la posteridad, me saben a poco o me resultan insustanciales. Esto se debe, quizá, a que la historia ya hablado de ellos, de manera que, insertados en una novela, existe la posibilidad enorme de no resultar tan apasionantes como lo fueron en vida (o como uno imagina que fueron). Todo inicia con el bloqueo.

Son muchos los cuentos que reúne Murakami en El elefante desaparece (Tusquets, 2016). Diecisiete en total (y reviso el índice para no equivocarme). Sí, diecisiete. Varios cuentos largos. A mitad del libro ya sabes que la cosa no es contigo. No eres fan de Murakami y, a menos que aparezca una joya, le pondrás una estrella en Goodreads.

Hoy toca acercarnos a La última tarde, de Joel Calero, una de las grandes películas de estos últimos años.

Hablemos de Rosa Chumbe, quizá unas de las películas más arriesgadas del cine peruano en los últimos años (y que posee muchos de los atributos que busca el espectador más exigente).

¿Por qué lo hace? Pues porque es Nolan, y Nolan es de ese tipo de directores que posee un estatus o un reconocimiento que le permite hacer lo que se le da la gana (un reconocimiento que, incluso, lo obliga a seguir el azar de su propio antojo).

Solo hay dos motivos que podrían llevarte a decir que Dunkirk es una obra maestra: o bien has visto poco cine (muy poco, debería darte vergüenza), o bien eres el mismísimo Christopher Nolan que adora lamer la imagen de su rostro en el espejo mientras se repite que es el mejor cineasta que el mundo ha parido.

Hace cuatro años que Moisés publicó Los condenados e Historia del mal (este último es una investigación sobre la obra de Clemente Palma). El hecho de publicar dos libros a la vez arroja una pista sobre lo que quieres hacer luego con tu vida, y a veces no es un buen indicio. Es como salvar algunas pertenencias antes del naufragio, tal vez para que sea otro quien las aproveche.

Tres personas se reunieron en una mesa para cometer un acierto dentro de una de las últimas ferias del libro: recordar a un escritor. O brindarle un «reconocimiento» (como rezaba el título del evento), lo que viene a ser casi lo mismo porque el aludido no está, no se da por enterado, no se sonroja.

Es por esto que, por momentos, la cinta tiene un ritmo muy lento, soso; sin embargo, de a pocos el juego se desarrolla y de esta forma se va desplegando un argumento notable que contiene además los nada sencillos conflictos íntimos de los personajes, todo esto en medio de los numerosos operativos de la unidad policial ya mencionada.

En el catálogo de Netflix hay muy pocas películas peruanas que merezcan un comentario extenso (en general, casi no hay películas peruanas en Netflix). Uno de los pocos largometrajes que todos deberíamos aprovechar para ver durante esta larga cuarentena es La hora final, de Eduardo Mendoza de Echave, estrenada en 2017, y que tuvo gran recepción de crítica y público por aquellas épocas.

Tola no se esfuerza en lograr imágenes, y persiste, más bien, en un lenguaje llano y subyugado a la historia. Lenguaje funcional, le llaman. Aun así, no puedo señalar que un atributo de esta novela sea su lenguaje claro, porque si me voy a tragar poco más de 400 páginas lo mínimo que pediría es que estas sean digeribles.

Lo conocí muy poco —con lo poco que se puede conocer a alguien en las salas de espera de los aeropuertos, durante los vuelos o en las sobremesas—. En realidad, creo que lo conocí un poco más de lo que imaginaba.

Junto con Manuel García Viñó, hace siete años ya, murió también La fiera literaria. Ya saben: la crítica acompasada o, lo que es lo mismo, la lenta y cruel disección a la que sometían la obra de Javier Marías. No fue el único, claro, pero quizá las reseñas de sus novelas nos daban la idea de la poca destreza que tiene un escritor frente a un lector atento y mala leche.

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