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Jorge Alania Vera

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“Ya somos el olvido que seremos…” es el primer verso de un soneto de Borges que el escritor colombiano Héctor Abad tomó para titular su conmovedora novela, una historia de amor, ternura y tristeza ubicada en los Andes y en el Caribe colombiano de su Antioquia natal y cuyo eje es el vínculo filial entre el autor y su padre, el defensor de los derechos humanos del mismo nombre que murió asesinado

Es el sitio de la basílica de la Natividad en Belén en el cual una piedra multicolor señala el lugar en donde yació hace más de dos milenios el Hijo de Dios. Año 2002, abril. Un grupo de milicianos palestinos se refugia en la basílica regentada por los padres franciscanos y jura no abandonarla. El ejército de Israel los rodea y los somete a un sitio brutal para que se rindan.

El lunes 14 pasado, quinto día del quinto mes del calendario lunar chino, se celebró una de las fiestas más importantes de esa gran nación asiática: La Fiesta del Bote del Dragón. La festividad tiene más de dos mil años y recuerda un gesto y una obra.

“Tengo una obsesión: el sexo. Cuando veo una mujer me la imagino siempre en la cama conmigo. Es una manera interesante de matar el tiempo en los aeropuertos. Parece una historia sobre sexo y borracheras, cuando en realidad es un poema sobre el amor y el dolor”.

Ayer ha sido el día de los vastos océanos. Nosotros, que tenemos la suerte de mirar uno todos los días, tenemos también -y acaso no lo sabemos- la suerte de mirar por ello lejos, porque eso es el mar básicamente: lejanía, distancia, horizonte perpetuo. El capitán Ahab a bordo del Pequod en la novela Moby Dick miró por sobre el mar y se dio cuenta de cuán solo se encontraba, contó Hemingway.

Dice una bella tonada de los llanos venezolanos: “Cuando el gallo de la una/ se oye a lo lejos cantar/ al loco viendo la Luna/ le dan ganas de llorar.” Y añade: “La gente del alto llano/ más de una noche lunar/ con la Luna de la mano/ han visto al loco pasar“, para concluir con este lamento en la inmensidad de la llanura: “El loco Juan Carabina/ pasa las noches llorando/ si la Luna no ilumina/

Quintin Jones fue ejecutado con inyección letal el pasado 19 de mayo en la prisión de Huntsville, Texas, Estados Unidos. Había en ese momento pasado más de la mitad de su vida en el Corredor de la Muerte. A los 19 años asesinó salvajemente a su tía abuela de 83 años para arrancarle 30 dólares y consumir cocaína y heroína. El miércoles pasado, 22 años después, pagó por su crimen.

El anciano de La Piel de Zapa, esa magistral tragicomedia humana de Balzac, dice: “El hombre se consume a causa de dos actos instintivamente realizados, que agotan las fuentes de su existencia: querer y poder.

En una de las escenas más conmovedoras del cine de todos los tiempos, me atrevo a decir, Anthony Hopkins, en el personaje de un enfermo de Alzheimer en la gran película The Father, solloza reclamando a su madre en el asilo de Londres en el que está recluido.

Ed Kemper, el brutal asesino en serie que medía 2.06 metros de altura, acaba de matar a su madre. Es el fin de una larga secuencia de asesinatos de colegialas en las autopistas de California, todos ellos ocurridos tras violentas discusiones con su madre que lo vejaba, golpeaba y humillaba contantemente desde la niñez.

Dicen las profecías que se remontan a los hindúes y a los romanos, que en las palmas de las manos está escrito nuestro destino.

Si los ojos son las ventanas del alma, las manos podrían ser su jeroglífico. Las miro y me pregunto por qué no guardar en ellas el porvenir, la memoria del olvido, los enigmas del corazón.

¡Qué amante de la poesía no ha recitado en momentos de exaltación o de serenidad, el Responso a Verlaine de Rubén Darío! No hace mucho y en una de sus columnas, Mario Vargas Llosa contaba que en sus caminatas matutinas de Madrid recordaba esos versos luminosos: “Padre y maestro mágico, liróforo celeste/ que al instrumento olímpico y a la siringa agreste/ diste tu acento encantador; /¡Panida!

El irlandés -que es un gánster pero que, como todos los irlandeses, lleva en su sangre la santidad y la poesía- reflexiona presintiendo su muerte: no quiero ser cremado porque aunque tenga que morir no deseo que sea “tan definitivamente”. Tampoco quiero ser sepultado bajo la hierba verde porque estar bajo tierra es desaparecer del todo.

Acaso presintiendo su muerte, mi padre -a quien no conociste- me pidió algo que te concierne, hijo mío.

En Lepanto y Argel trató infructuosamente de resolver una de sus dudas esenciales. Quería saber si era o no era valiente. No deseaba ser sólo el guerrero que blande victoriosamente la espada sino el hombre que se prueba a sí mismo el valor y la fe; el mismo que en cierta plenitud o en cierto jubiloso azar puede borrar la distancia entre lo que se quiere ser y lo que en verdad se es.

Vivir es meter un par de camisas en una vieja maleta y salir, como el capitán Ahab, para el Cabo de Hornos a la caza de la aviesa ballena del destino.

La escena pertenece a la serie “The Fall”. El estrangulador de Belfast abraza a su esposa, tras enterarse de que está embarazada de su tercer hijo y le dice: Sólo tú puedes salvarme de mí mismo.

Porque es tu deber. Porque el carácter es lo que distingue a la persona y el tuyo, lo quieras o no, está forjado en la fragua de un siglo alucinante que te necesita y te convoca para las grandes y pequeñas batallas en las que se resuelve tu destino y, aunque no lo creas, el destino de los demás.

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