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Javier Valle Riestra

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Como en la tragedia shakesperiana, imito a Antonio y también pido la atención de mis conciudadanos en el funeral de nuestro César, de hace cuarenta y dos años, pero no para sepultarlo sino para ensalzarlo. Murió Haya de la Torre. Sí. Increíble. Y aunque los pueblos que despierten soñarán junto a él, falleció la fuente misma de la vida política del Perú del siglo XX.

Riva Agüero ha llamado a la Constitución de 1826, redactada por Bolívar, “abominable engendro del despotismo autocrático, acabada muestra del bonapartismo criollo”. Y es cierto. El Ejecutivo en ese documento era ejercido vitaliciamente por un personaje con derecho a nombrar su sucesor. Era irresponsable.

El argumento que más fuerza me hace, para no permitir la pena de muerte en el Perú se halla en el riesgo del crimen judicial. No se puede confiar en nuestros jueces.

Después de las experiencias de América Latina en que las masas se han vuelto golpistas. Están hartas del Estado y de sus gobiernos y los sistemas por más populares que sean el día de su elección, a los pocos meses son repudiados por los pueblos y arrastran en la caída al jefe de Estado y al Parlamento. Pero eso lo ha generado el presidencialismo.

Se enfrentan dos posiciones obtusas: quienes lo queremos incondicionalmente, y la de quienes alegando aceptarla imponen condiciones utópicas en estos momentos, como restaurar íntegramente la Constitución de 1979 en todo o en parte. La verdad es que al Perú del 2021 le conviene restablecer el Senado; eso desprestigiaría al decaído Parlamento. Analicemos:

Una de las principales causas de extinción de la responsabilidad criminal, por los intensos y absolutos efectos que produce, es la amnistía, que, como su misma palabra indica, representa el olvido del delito; es decir, un borrarse en la mente del poder estatal la realización de ciertos hechos delictivos anteriormente ejecutados y respecto de los que se elimina ahora toda derivación penal.

La inmunidad es la cualidad de inmune; es la prerrogativa de los Senadores y Diputados al Parlamento que los exime de ser detenidos o presos. En el Perú siempre hemos tenido esa institución. La han reconocido las doce leyes de leyes imperantes en la República.

Esa es la muerte personal, de la que habla por primera vez en su mensaje desde la prisión de San Lorenzo, en vísperas de salir desterrado en mil novecientos veintitrés: “sólo la muerte será más fuerte que mi decisión de ser incansable en la cruzada libertadora”.

Al fin de la batalla
Y muerto el combatiente, vino hacia él un
Hombre
Y le dijo: “¡No mueras, te amo tanto!”
Pero el cadáver ¡ay! Siguió muriendo
Se le acercaron dos y repitiéronle:
“¡No nos dejes!¡Valor!¡Vuelve a la vida!”
Pero el cadáver ¡ay! Siguió muriendo

Estamos a unos días de los comicios más sui géneris que ha tenido el Perú. Esto no ha sido nunca así, ni en el siglo XIX. No hay candidato con un mensaje, nadie figura como un caudillo. Por supuesto que no hay un Vivanco, un Pardo y, sobre todo, un Piérola. Va a resultar de todo esto el Congreso más negado y desilusionante de la historia de la República.

Es un crimen antidemocrático afirmar que todo está resuelto en las últimas elecciones. No. Podríamos repetir como los días de la Independencia “Cuando de España, las trabas en Ayacucho rompimos, ninguna otra cosa hicimos que cambiar mocos por babas pasando del poder de Don Fernando al poder de Don Simón”.

He relatado cómo era yo un aprista -mejor dicho un criptoaprista, un aprista oculto- en el conservador colegio de la Recoleta de los años cuarenta. Solo había conmigo otro correligionario, Javier Eduardo Cheesman Jiménez -hijo de un contralmirante-, quien terminaría de sacerdote del Opus Dei. Era un fanático de nuestra causa.

Esto no es gracioso. Haber empeñado al Perú en unas elecciones sui géneris para un Congreso de dieciocho meses, no solo rompe los textos e historia de nuestros parlamentos, sino que resultan los cimientos de una próxima anarquía. Esta comisión es fétida porque se deben al autoritarismo de un Presidente al margen de la Ley. ¿Por qué?

La inmunidad parlamentaria existe en todas nuestras constituciones de los siglos XIX, XX y XXI. En virtud de ese principio recogido en la actual, los congresistas, senadores o diputados viven una regla: la contenida en el artículo 134° la cual dice que el Presidente de la República está facultado para disolver el Congreso si ha censurado o negado su confianza a dos Consejos de Ministros.

Una de las hazañas de las que me puedo jactar en mi vida forense democrática es haber logrado que la Asamblea Constituyente de 1978- 1979 aprobara en todas sus cláusulas la Convención Americana de Derechos Humanos, “incluyendo sus artículos 45 y 62 referidos a la competencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)”. No fue fácil.

A muchos llamó la atención que mi querido amigo Alan se suicidase. No. Era algo que siempre lo pensó como digno. Veamos su libro “Metamemorias”. Transcribo palabras dichas por él al derrocado expresidente panameño Noriega: “recibimos sorpresivamente en Palacio una llamada telefónica de él.

Tenemos un libro excelente, “Historia de la Corrupción en el Perú” del que es autor el fallecido Alfonso Quiroz (1956-2013). Comencemos, con algunos ejemplos.

Siguiendo a Basadre nos ocuparemos del tema ideológico de Piérola y Pardo. Dice Chocano en sus “Memorias”: “Pardo es un temperamento flemático, Piérola es un temperamento nervioso. Aquél es la robustez; éste la agilidad. El Jefe del Partido Civil es un hombre práctico; el Jefe del Partido Demócrata es un gran imaginativo. Así es como Pardo logra inspirar respeto, y Piérola cariño.

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